25.4.24

En memoria de A.R.

Ayer incineraron a Antonio. Se murió en su casa. Vivía solo. Tenia la integral de Bach y era un sibarita en la restitución de esa música divina y la amaba con el corazón sensible que tenía. Hacia años que no oía bien y la voz casi se le fue. Hablaba con voz apagada las últimos años que lo traté. Fue maestro hasta que la edad le permitió dedicarse a sí mismo con absoluto arrobo. En la escuela en la que lo conocí teníamos la costumbre de hablar de jazz y de cine negro de los años dorados. Pese a ser casi treinta años mayor que yo, Antonio era de mi quinta. Lo de la edad va en el ánimo, no es una cifra que se escrute con afán matemático. Gustaba de su café a la caída de la tarde en las cafeterías de Lucena. Leía la prensa o revisaba con voluntariosa afición su móvil, más por domarlo que por estar al día en las redes sociales, de las acabó retirándose. Entraba en mi blog. Le asombraba que escribiera a diario. No puedes tener tantas cosas que decir, esa observación de perplejidad me entregaba. En cierta ocasión me solicitó que le echara a andar un aparato de una conocida plataforma de televisión. Aplaudía la eficiencia del cachivache, la posibilidad de ver su amado cine como nunca antes lo había visto. Iba a las salas en los estrenos. Salía entusiasmado o colérico, pero no rescindía su vocación de espectador agradecido. En las conversaciones que tuvimos, nunca compareció la muerte, no tenía intención alguna de malograr los dones de estar vivo con quebrantos metafísicos. No le vi jamás interesado en las efusiones cofrades tan en boga en su pueblo ni de su boca salió impedimento o sanción alguna a que otros se explayaran en las calles con sus advocaciones y con sus desvelos marianos. Fue un hombre educado, íntegro, gozosamente facultado para la belleza y para la quietud. Sé que viajó por Europa y que abandonó cuando anciano la ocupación de la lectura, salvo (decía) la dedicación a mis escritos. Hacía mucho que no lo veía. Cuando ayer miércoles encontré a un amigo suyo con el que solía entretener las tardes en los cafés y en los paseos y le pregunté que cómo andaba, me reveló la desgracia. Lo hizo con inédito desparpajo, como si aceptara sin mayor dolor que la mesa no le tuviera al otro lado. Qué solas se quedan a veces las mesas de los cafés. Qué solos nos quedamos cuando los amigos se desvanecen. En una visita que le hice, interrumpí La reina de África, la estupenda película de John Huston. Qué buena actriz era Katherine Hepburn, recuerdo que me dijo. Lo es todavía, añadí yo. Hoy he recordado esa charla nuestra sobre estar o no estar en el mundo. Echaré de menos escuchar en su casa los Conciertos de Brandeburgo. 



24.4.24

De todo lo visible y lo invisible

 No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma de salir afuera y contemplarse desde esa distancia clarificadora. Se vive en esa soledad imprecisa.  De pronto reparo en la inconsistencia de lo que uno toma por cierto. Lo bueno (quizá) es no estar a salvo, no aliviarnos con la idea de que tenemos un refugio en el que cobijarnos. Se vive mejor en la intemperie. Hay más con lo que divertirnos en la incertidumbre. Hoy mismo pensé en lo fabuloso que es saber tan poco como sé. Lo que he ido atesorando (la cultura es un objeto valioso en estos tiempos de zozobra y precariedad) solo me sirve para hacer que los días sean más divertidos. Saber hace reír. Tal vez sea ese su propósito más noble. Somos insaciables en ese asunto. 

Se me levanta el corazón al pensar en todos los libros que no he leído. Se queda ahí, enhiesto y febril, con toda la maravillosa virilidad de la sangre, desafiante, un poco chulo. El corazón es una criatura que delinque a su antojo. Comete a diario los delitos que la cabeza no consiente. Por eso no hay que pensar en demasía. No tener una idea certera de las cosas grandes o de las pequeñas. Sobre todo, de lo que rehuyo es de la trascendencia, pero se está bien dentro de esa casa llena de espíritus. Yo, al menos yo, la disfruto a poco que me invitan a visitarla. Me doy un garbeo por las nubes, flipo con la metafísica, me arrebata la belleza inmarcesible de las grandes palabras. Luego las declino, busco con qué otras reemplazarlas y acabo admitiendo la posibilidad de organizar mi vida en base a ellas. 


Le tengo un especial afecto a la literatura de la fe, a cierta conversión de mi espíritu pagano y descreído en uno de férrea disposición teológica. De las cosas evangélicas me atrae la fastuosa inverosimilitud con la que se forjan. Poseen el mismo rango narrativo, se sostienen por el fulgor de la ficción, son la rama más distinguida de la literatura popular. De su cuerpo de metáforas y de épica sobrenatural, aprecio la fastuosa rendición de sus imágenes, su angustia feliz de castigos ejemplares, su fuego bastardo, su catedral de humo. 


Deseo lo que algunos de mis alumnos: historias. Es en la historia, en su relato moroso o acelerado, en su cuerpo engañoso y frágil y voluble, en donde está la sustancia de la vida. Fuera de las historias, no hay nada. No se conforman esos alumnos con aprender, hasta cuestionan que el aprendizaje carezca del apasionamiento que les dan los cuentos. Prefieren que aliñes la instrucción con narraciones extraordinarias. Somos lo que escuchamos. Incluso somos lo que no escuchamos, y sabemos que nos aguarda. 


De todo lo visible y lo invisible, me quedo con todo lo que me haga ser feliz, acuda de donde acuda, sea lo que sea. No soy particularmente delicado en la forma en que me alimento. Aprecio las viandas exquisitas, paladeo los sabores más delicados, me deshago en alegrías cuando advierto que tengo a mano el placer y que no hay forma de que se desvanezca, pero aprecio el arrullo de una historia bien contada. Nada que no sienta otro con idéntica o mayor enjundia que yo, nada a lo que no sepa renunciar cuando las cosas vengan en contra. Vendrán. Hay quien se obstina en arruinarte toda esta bendita fiesta de los sentidos. Quien, al menor descuido que ofrezcamos, nos convida al miedo.

23.4.24

Plegaria para letraheridos

  A Eloy Tizón, pirómano dilecto

“Todo lector es el elegido de un libro”
Edmond Jabès

Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. Leemos lo que fuimos, lo que somos, lo que anhelamos ser. No existe como libro hasta que alguien formula el rito de su imposición a la realidad. Antes de ese acto mágico, cuando no se ha franqueado su promesa de asombro, el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges, un fantasma, como diría Cela, que precisa un público para dejar de serlo. Edmond Jabès, el autor de la formidable cita que abre esta historia, va más allá: viene a decir que el libro no sólo elige al lector sino que crea al lector. Únicamente comparece en la comisión del rito preciso de leer. A veces he pensado que leer es una transfiguración absoluta del alma, que se lee para ejercer una antojadiza bilocación y contemplar lo real desde una perspectiva que el cuerpo, en su estricta observancia de las leyes físicas, no alcanza.

Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo contumaz de la soledad. No la quiere para sí, salvo que algo le urja a hacerse con ella y acogerla con absoluta hospitalidad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventado. El cofrade secreto, héroe de sus fugas, cómplice de la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño trozo.

Leer es una actividad de riesgo. Como escribir. El escritor es un agitador social y el lector es el feliz incauto que ha perpetrado el pecado terrible de buscar, ajeno a tutor o guía alguno, a la verdad o al conocimiento o la belleza.

En las guerras, lo primero que hacen los soldados es quemar las bibliotecas. Piras funerarias de historias. Caligrafía quemada. Letras que arden. Ceniza de las horas. Humo del tiempo. Los libros arden mal, escribió Manuel Rivas.

Los libros son mapas tangibles de la felicidad, fiables prontuarios de cómo funciona el mundo. Guías para no perderse. Cabe incluso la posibilidad de que los libros sean una invitación al desconcierto, bálsamos inversos, pastillitas de colores que no cumplen la función que les encomendaron. Porque ese mundo que registran en sus páginas no es una materia fácilmente manejable.

No creo que haya otro objeto más venerable que el libro. Leer un libro es leer la infinita concatenación de hechos que han sucedido desde que fue vertido a la realidad hasta el momento en que esa realidad regresa a ti y se te confía. Lo que tutela (esa forma encriptada de belleza y de inteligencia) hace que seamos lo que somos. Para malo o para bueno. Somos lo que los libros nos cuentan. También lo que no cuentan. No hay nada que no esté en los libros. La bondad y la maldad están dentro de su reino. Pero los libros que más me fascinan son los que no están enteramente a mano. Los que no se exhiben con la majestuosidad de las grandes bibliotecas o las baldas de las buenas librerías. Ni siquiera esos bien amados con los que uno ha ido haciéndose. Hablo de los libros inesperados. Surgidos de improviso, ofrecidos en un capricho del azar, rendidos a nuestros sentidos cuando nada invitaba a que aparecieran.

Son criaturas dóciles, argamasa sublime con la que levantar un templo en el que refugiarse y en el que rezar a los improvisados dioses que contienen. Hay dioses en las letras. A falta de otros rezos, elevo a diario mi plegaria con estos.

En cierto modo, el tiempo en que uno escribe es tiempo en el que no lee, pero no hay vez en que escribir no sea también un acto de lectura. Uno escribe y sanciona lo escrito, lo reforma, lo estira, lo desmonta para recomponerlo después. El lector, en este sentido, es una especie de escritor perezoso, uno que no precisa del registro de las palabras. Cuando leo a Tolstoi, soy Tolstoi. Cuando a Proust, Proust. No hay escritor que haya muerto del todo. Todos existen en cuanto alguien los lee. Ese diálogo (presumo) debe ser la eternidad.

Lo dicho tiene algo de alado, sentenciaba Borges. También, tomado de San Anselmo, que el libro en manos de quien ignora su alcance y lo contempla como una amenaza o como un enemigo es tan peligroso como entregar una espada a un niño. La religión de los libros está sustentada en arcanos. Todas lo están, ninguno reemplaza la meritoria conversación de las metáforas, la lujuria íntima de un secreto que no acaba nunca de rebelarse y que, al adentrarnos en su cuerpo de misterio, alumbra otro.

La mejor biblioteca es la de emergencia. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte. La literatura es un amante duradero, del que no desconfías, al que le cuentas cómo estás y con el que conversas. El amor es una extensión de las palabras: dice lo que ellas no sabrían, se sublima cuando calla incluso. Hay libros de una mudez sobrecogedora: terminas de leerlos y sientes una punzada de la que ya no podrás zafarte. Te duele inadvertidamente. Es un dolor que se sobrelleva bien. Es el dolor que hace que el verdadero dolor no cuente.

‘La Biblioteca de Babel’ de José Ignacio Díaz de Rábago en la Biblioteca General de la UMA

Hay libros que no paran de hablarte. Anoche me confortó un pasaje de Benedetti cogido al azar, uno de esos cuentos de parejas que se aman sin saberlo o de parejas que es mentira que se amen o de parejas que no incurren en la banalidad o en el triunfo del amor, según se mire. Pensé en el amor ajeno y en el propio, en todo el amor que es posible que yo sepa dar y el que pueda recibir. Pensé en toda esa alegría que es siempre superior al amor o que actúa en un ámbito distinto, tal vez más íntimo. Se está enamorado un plazo corto de tiempo, no se pide más, no se anhela más, basta ese confort espiritual, ese trascender, ese sentir que todo cuadra y se ensambla alrededor de nosotros. Al amor se le asignan cometidos a los que no siempre sabe dar cuenta. La alegría de querer amar es la semilla que propicia que se termine amando. La felicidad funciona a otro nivel, no se involucra en lo espontáneo, en la presteza de lo deseado, sino que discurre con mayor mansedumbre, ajena al desquicio de lo presente, no se encabrita, no se atropella, no da indicios de quebranto, apenas se la ve flaquear. Cuando lo hace, en esos momentos de debilidad, pone la mejor de sus caras, finge con primoroso desempeño, se recompone y luego, al desaparecer el daño, regresa como si nada hubiese ocurrido. El amor, en cambio, debe ser fiero, debe evitar la quietud y la contemplación, debe encabritarse y atropellar y desquiciarse. A veces me da por pensar que la felicidad y el amor no debieran nombrarse juntamente. Lo que los abraza a los dos es la belleza. Ella es la única a la que se debe rendir pleitesía. Un libro es un anticipo suyo. Algunos con más determinación que otros, pero todos albergan alguna brizna de belleza.

Hay libros que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todos los demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otro libro cuando se los retoma, se parecen a quien los abre y lee, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa. No son nunca el mismo. Tampoco nosotros lo somos. Ya se nos ha dicho muchas veces: el río es siempre otro río.

Hay libros que semejan paisajes. También los hay que tienen vocación de espejo. Uno se ve en ellos. Incluso considera que en el decurso de su lectura algo privado va deshaciéndose, adquiriendo la consistencia extraña de los personajes a los que de pronto ha tomado como suyos en el trayecto.

Hay libros que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunos de esos libros son únicos. Todos, por variadas razones, sin intervenir la excelencia en ellos, lo son. Su singularidad proviene del asombro que nos causen. Nada más percibirlo, en cuanto hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble disimulo. Apenas se aprecia, si es que alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, como si un delirio nos ocupase, como si la realidad (la del libro o la otra) se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a la que quiera que nosotros, al leer, llevemos dentro.

Da miedo descubrir que no se lee o que no se escucha. Quien lee o escucha, se perturba. Se prefiere oír, que requiere una atención menor y no deja ninguna huella. Lo admirable es que se siga escribiendo y se siga hablando. Que haya lectores y escuchantes. Que el lenguaje sobreviva y se expanda a su manera, a salvo de las tropelías que se le aplican, libre (cada vez más dificultosamente) del peligro de que se pudra y pervierta o de que se empobrezca y no cumpla el cometido que tiene encomendado. Hay más libros que gente que compre libros y más conversaciones que gente que desee escucharlas. No se entiende que subsistan y medren en las librerías o en el escenario de las calles. Se acabará por admitir, con tristeza, con resignación, que hemos abandonado el amor a las palabras. Después vendrán los bárbaros, veremos la cimitarra de hierro esgrimida como lábaro. Si no leemos, es al caos el destino al que invariablemente nos acercamos. El caos como representación de nuestro estado de ánimo.

Los libros son el termómetro de la vida de un pueblo. Da igual que haya escritores (lectores inversos) mientras no haya quien lea (escritores inversos). Se lee poco porque no se prestigia la lectura. Se escucha poco porque no hay quien desee saber más de la cuenta. Es el saber el que ha perdido su cetro. No sabemos en qué recayó, qué disciplina recogió el relevo. Debería existir una asignatura en la que únicamente se aborde la animación a la lectura. En la escuela, en casa. Leer es la llave que abre cualquier puerta. No hay ninguna que no se franquee con la lectura. También podría cuadrar en este bosquejo de Resurrección Cultural la asignatura de escuchar, no solo la de hablar, la malhadada retórica que ahora han adherido al currículum como si hubiesen descubierto la cura del cáncer o como si los maestros la hubiésemos olvidado o no la acometamos con ahínco y entusiasmo en el aula, cada cual con sus mejores propósitos y sus más motivadoras actividades. Todo estriba en ennoblecer (en prestigiar, en hacer amar) el lenguaje. Es la única casa posible. Las palabras están perdiendo su asiento antiguo. Y de ahí el infierno a la vista, su espectáculo de llamas y de ceniza, su tristeza de ignorantes. El infierno aceptable, el del fuego manso, el invisible, el inapelable, el infierno doméstico del que no se tiene conocimiento y que nos zahiere y rebaja. Tal vez convenga este desánimo en la cultura, visto que no se implementan medidas (no siempre es así, hay iniciativas admirables en la clase política) ni se pone en valor (expresión muy quemada por esa nómina pobre de políticos) la empresa de construir una sociedad más solidaria y tolerante y, sobre todo, lectora.

El cielo son los libros.

El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño es propicio para esas escaramuzas. El tiempo, en su bonanza, cuando no exige ropas hospitalarias, busca libros en las manos o en la memoria. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida.

Como los libros, hay personas que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todas las demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otras personas cuando se los retoma, se parecen a quien los trata y ama, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa.

Hay personas que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunas de ellas son únicas. Todas, por variadas razones, sin intervenir la excelencia, son. El asombro es la máxima impasible, el norte cierto, la tierra prometida, la eternidad. Nada más percibir ese asombro, en el momento en el que nos sentimos tocados por la gracia de la belleza o de la inteligencia o de la sensibilidad, en cuanto el arte hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble perseverancia. Apenas se aprecia, es cierto. Es moroso su medro. Alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, si se le ha visto y luego lamentamos que ya no esté, como si un delirio nos ocupase, como si anduviésemos ebrios, como si la realidad, la realidad de esas personas se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a lo que quiera que nosotros, al acercarnos a ellas, llevemos dentro.

Hay personas que semejan paisajes. Uno toma distancia y las contempla con absoluto afán. Dan lo que no se tiene. Ocupan los huecos que el alma va dejando cuando se quiebra y rompe. También las hay con vocación de espejo. Uno se ve en ellas. Si desaparecieran, me desvanecería.

Es en los libros donde me conozco. Fuera de las personas a las que amo, ellos son mi paraíso asequible. El cine y la música rivalizan con ellos. Soy de leer mucho, de escuchar mucha música, de ver muchas películas. Si me arrebataran alguna de esas adicciones no sería yo. De hecho, todo lo que soy proviene de la certeza de que ellas me asisten. Mis seres amados, mis libros amados, mis películas amadas, mis discos amados. Es de amor esta plegaria. Eso es lo que quería decirles hoy.

22.4.24

Palabra

 


No hay modo de saber si uno está muy cerca de Dios o no lo está en absoluto, si ni siquiera tener un buen corazón hará que seamos buenos o hace falta algo más, quizá la fe, la creencia en que hay algo más allá de lo que nos confían los sentidos. No basta con creer: hace falta ser un hombre bueno, le dice la mujer al marido, mientras le toca el pelo y lo mira como si no hubiese ninguna fuerza en el mundo que pudiera hacer que el amor se desvaneciese de pronto. 

Creo que Ordet (La palabra) es la película más austera que he visto. De una austeridad que te hace pensar en la austeridad misma, en la idea pura de austeridad, tan severa y perfecta. Y te traspasa y andas después por la calle pensando en el hombre sin fe y en el hombre creyente, en la beatitud, en el pecado. 

Ah, el pecado, esa invención diabólica. Porque no la inventó Dios y le pasó el hallazgo moral a sus voceros en el mundo: el pecado es una construcción moral de una dureza apabullante. Es propia del hombre, que se arroga un límite para que sus actos no descarríen su alma, para que su corazón no se desfonde y se pierda en el tumulto de la sangre. Al mismo diablo es a quien debemos el pecado, por supuesto. El hombre es un diablo para el hombre. 

En Ordet, la espléndida película de Carl Theodor Dreyer, vista de nuevo, como si fuese nueva cada vez, no hay una advocación directa al mal, aunque está impregnando toda la trama; si es que hay trama, trama tangible, de cosas que van pasando y conducen a otras hasta una última a la que ya no le sigue otra. La trama en La palabra es muy directa, muy cotidiana, de poco asiento en la ficción narrativa clásica. Cuando terminé de ver anoche la película de Dreyer, en la confusión, pensé que era un pecador y que de alguna forma debía expiar mis culpas. Dreyer me conoce mejor. Posee esa facultad: la de saber cómo dar con la parte de mí a la que ni yo accedo. Es posible que hiciese Ordet pensando en una criatura como yo, una fascinada por el misterio. Porque la fe es uno de los misterios más impenetrables. 

Ah, la fe, Dreyer, no hay mejor tema de conversación. La fe es un milagro. En sí misma, la fe es la verdadera dimensión del milagro de que Dios exista o no. Dreyer parece no juzgar, no da indicio de que tenga un criterio con el que pensar a sus personajes, sino que los deja fluir por las palabras y confronta la fe con su ausencia. Ordet es metafísica a última hora de la noche, cuando todos duermen. Te acuestas con una plenitud novedosa: has estado en una catedral y has visto la tiniebla y la luz entablar su antigua liza. Te da igual quién ganara, se alternan. 

Mientras, aquí seguimos. Los milagros son descuidos de Dios, no alarde de su misterio. El amor es un desvarío del que apenas podemos extraer otra enseñanza que la del azar: acude, se posa sobre quien misteriosamente elige y permanece ahí un tiempo maravilloso. Hay amor en Ordet. Fe y amor. No sé por qué hay películas austeras que emocionan como si toda esa terca sequedad (la severidad en el gesto, la parquedad en el diálogo, la dureza del gesto) contribuyera a que todo adquiriese un tono limpio y feliz, a salvo del desatino del tiempo. 

Ordet es la viabilidad tangible de que se pueda practicar la resurrección de los muertos, de que el hombre pueda sobreponerse a la ausencia de los que ama por la convicción de que nadie acaba por irse del todo y algo permanece en el aire o en la memoria o en el modo en que los días se sucederán y el aire será aire en el aire y el cuerpo se doblegará a sus necesidades para que la rutina lo abrace todo. La facultad de Dreyer es la misma que la de los sacerdotes cuando se invisten de divinidad y conversan con lo eterno desde un púlpito. 

El viejo Morten Borgen no es un ser de este mundo, tal vez no lo sea de ninguno. De creer sin traba en la providencia de los milagros, ha pasado a no tener necesidad de que ocurran. Intransigente, sobrio, el anciano declara que el amor es extensión de la fe, se resuelve teólogo para que el dolor no le lacere en demasía, para que la muerte no haga trizas a los vivos. Es de palabras absolutas su elocución, de trascendentalismos, de hacer humano lo sagrado. Es casi obscena esa resolución suya del alma: la advertimos con sobrecogimiento, con el pudor de estar asistiendo a una intimidad que no nos incumbe, de la que deberíamos apartarnos, con la que no tendríamos que establecer conversación alguna. Casi como si fuese una película de pornografía de las creencias. Uno de sus hijos se cree Jesucristo; otr0 le recrimina que no posee la suficiente. Los dos hijos le conminan a que rece, él mismo lo hace, pero la oración no da fruto si no se practica con vehemencia, razona el padre. Asistimos a una plegaria, somos espectadores de una suerte de confesión. No se nos urge paradójicamente a nada, no nos apremian a que creamos, sin embargo. La fe es un cuerpo al que no se le ha instruido en razonarse. De ser pensada, acabaría desbocado, aplastado por el peso de su vesania. 

Ordet es la sublimación de la palabra: a ella se le encomienda que explique el mundo, en ella confiamos para que se restituya el candor de lo sublime, toda la servidumbre de la carne. El espíritu es un ser alado. Se entretiene a su modo, le confiere grandeza la elocuencia de sus alas, es hermoso ver cómo se contiene en un giro y de pronto iza el vuelo para perderse en lo insondable. Así es la mística, así su homilía privada. La fe es realismo mágico, la religión es un constructo anímico, una tentativa de infinito. También es la constatación de que los milagros existen si uno posee la sensibilidad para percibirlos. Que Inger vuelve a la vida es el acto de amor más hermoso, se crea o no en la posibilidad de que esa resurrección suceda en realidad o tan solo se infiera de la naturaleza sobrenatural de la trama, que no es otra que la de una familia campesina a la que abaten las desgracias y de cómo se manejan frente a ellas para que no prospere el dolor o para que la fe los absuelva del martirio de la pérdida. 


21.4.24

La ciega, la lúcida, la hermosa obediencia

 


Está desprestigiado obedecer. Se constata ese desafecto por acatar lo que se nos conmina a hacer. Pareciera que el hecho de cumplir con la observancia de lo que se nos inste a cumplir no va con estos tiempos de moral montaraz y desacato de las convenciones sociales. Lo moderno es preferir no hacerlo, como el viejo amigo Bartleby, no darse por aludido, escurrir el bulto. Lo que de verdad nos da la fama que cada cual antojadizamente anhele es contravenir lo pedido, conculcar cualquier consideración en la que se pueda apreciar debilidad, servidumbre, doblegamiento. Cunde la idea de que no respetar los estatutos de la convivencia es de gente con fuerte personalidad, hecha a la liza contra el mundo, gente a imitar, modelos fiables de conducta, adalides de la revolución. No prospera la mesura, ni se la estima. El comedimiento es de antiguos o de débiles. Lo sensato es no hacer reverencia a nadie, ni exhibir cortesía o sumisión. Ni siquiera respeto. La prudencia es un vestigio de una época que hemos superado. Ahora se impone la incontinencia en los gestos, en las réplicas. Somos insolentes porque hay que cambiar el mundo. Así parecen razonar los desobedientes. Hay mecanismos sociales que integran la obediencia en la rutina de nuestros actos. Es en la infancia en donde ese automatismo obra su más eficaz desempeño. Cuando pequeños, en ese ir aprendiendo sin conciencia, las reglas del juego no se discuten: importa el juego en sí, su desempeño, no la normativa que hace posible su restitución. En el colegio los alumnos malos son también los dóciles en exceso. No porque su rendimiento académico sea insuficiente ni porque su progreso afectivo o social sea inadecuado, sino porque la docilidad no reflexiona, acepta cualquier requerimiento ciegamente, no alienta la creación de un pensamiento saludable, que suscite el diálogo y termine por reconocer la idoneidad de lo que quiera que se le haya impelido a hacer.

Siempre pensé que es la voluntad la verdadera y más trascendente maquinaria para que la civilización progrese y adquiera los logros de los que nos servimos para vivir mejor. El que se alza contra lo que se le exige es a veces indistinguible de quien a todo accede. Alguien determinado a ejecutar un propósito urdido por otros, por atroz o por hermoso que sea, es una máquina ciega que no se detiene hasta que el encargo encomendado ha sido cumplido. De gente ciega que se ha conjurado a sancionar o a arruinar el afán ajeno, el que no casa con el suyo, está por desgracia el mundo lleno. También esa gente ciega sabe obedecer con la misma e infeliz lealtad. Hay quien se conchaba con el demonio para que su voluntad triunfe. La literatura está poblada de almas rebeldes, vendidas al postor más perverso con tal de alcanzar su meta. Luego están las almas cándidas, de menor complejidad moral o incluso altas y nobles, aunque insobornables, hechas a conformarse con poco y, sobre todo, a no discutir más de lo necesario y dejar el mundo correr. Lo hermoso es lo sencillo a veces. Qué placer el de respetar al prójimo cuando lo que nos pide es razonable y de bien común. Hasta podría encontrarse regocijo en la realización de ese trabajo. Somos libres hasta que nuestra libertad lastima la del otro. Tal vez el único modo de hacer de este mundo uno mejor sea devolverle a la obediencia su predicamento. No hay registros fiables de que alguna vez haya sido considerada apreciativamente. Hasta entra en lo razonable que desoírla cuente y contribuya a que se haga algo bueno en el oficio de entendernos. Las revoluciones prosperan desde la desavenencia. Ninguna sociedad madura sin desdecirse, sin amonestar su costumbre, sin desobedecer. Tendríamos que respetar el bagaje del pasado y confiar en el advenimiento febril del futuro, que ya él se encargará de ponernos en nuestro sitio, pues nada sabemos de sus planes ni ninguno de los nuestros rivaliza con los muy oscuros suyos. La voluntad precisa de la inteligencia para que obedecer sea un acto útil y no lo anime la inercia ni la ceguera. La inteligencia puede plegarse a una intendencia ajena que la espolee, adiestre y finalmente use. Es hermoso ver a quienes se entienden tras haberse entregado con honesta entrega al hermoso también ejercicio de la dialéctica.

Ilustración de Eugenio Rivera

Del Cantar de mío Cid queda en la memoria popular lo que Rodrigo Díaz de Vivar dijo a su rey Sancho: «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiera buen señor!». No habiendo épica moderna ni asomo de que acuda en la poética actual, continúa asombrándonos la vigencia de los clásicos. Tampoco hay con qué reemplazar a todos esos héroes de antaño. Ninguno contemporáneo rivaliza con todos los acogidos por la ancestral memoria de nuestra especie. Esa memoria se funda sobre una desobediencia, la de Adán al declarar su rebeldía y morder la manzana fundacional que se le había prohibido. El “pecado original» hizo humanos a aquellos dos seres etéreos, todavía sin formar, prehumanos, si se desea, arrojados al mundo como una extensión de la divinidad. Amaron al desprenderse de su condición fantasmal. Fueron definitivamente humanos cuando abrazaron la disidencia, cuando vieron en ella un modo de verse a sí mismos. El Jardín del Edén fue la primera casa del hombre, y cada uno hace en la suya lo que le viene en gana. El mito hebreo tiene su eco en el griego de Prometeo, que se indisciplinó al preferir estar encadenado a una roca antes que ser el siervo obediente de los dioses. La insubordinación, en términos meramente de supervivencia, es una virtud. Nos emancipamos para probarnos fuera de la tutela de nuestros próceres. Salimos a la calle sin mano que nos conduzca a sabiendas de que podremos descarriarnos o ser lastimados, pero no nos arredra esa orfandad y pisamos las calles con arrojo. Las heridas constatan la bravura. Cuantas más se exhiban, mayor habrá sido nuestra valentía, más digna nuestra derrota. Toda la vida es una diáspora desde que abandonamos el útero. Morir es el acto de obediencia más ciega. Tiene también la obediencia su consideración religiosa. Creer es obedecer. Se acata la voluntad divina, se celebra la lealtad a unas convicciones íntimas e irrenunciables. Se da a la fe el sostenimiento de un modo de vida. A decir de quienes la fomentan, es la devoción primera y sobre la que se edifican las demás. Sin su comparecencia, la entera maquinaria de la religión se vendría estruendosamente abajo. En el momento en que se deshace su influjo, cuando se encuentran razones para la indisciplina, toda ella queda en artificio, en catálogo de metáforas, en embeleco.

El problema de este mundo es que no sabemos cuándo obedecer o cuándo declararnos en rebeldía, si es de ciegos la servidumbre y hermosa la libertad cuando los ojos se abren y la sangre fluye con conciencia de su oficio. Rousseau decía del hombre que habría que obligarlo a ser libre. Se obedece por amor o por miedo, por pereza o por necedad. Si se decide acatar por cualquiera de esas circunstancias morales o por las que el lector improvisadamente discurra es también por mera creencia en la utilidad personal y social del sencillo hecho de cumplir lo que se nos pide. Es más fácil decir “sí” que “no”. Negar es urdir un plan de escape, un discurso que justifique la impugnación. No es dócil ni pánfilo el que acata. Consiente para que su razón prospere. Dice que sí con argumentos de valía similar a los invitados a defender el “no”. Lo hace porque no se le ocurre ninguna razón que aplace o cancele esa condescendencia que se ejecuta con gusto y hasta esmero. Es digno asentir. Lo anómalo es la disensión. De cundir, sería la entera civilización la que se vendría irremediablemente abajo. Si las revoluciones hacen que la Historia progrese, la obediencia (con su argamasa limpia, con su voluntad de consenso) permite que el hombre que la protagoniza adquiera una identidad, un lugar en el mundo. Los porqués de los obedientes no son menos elocuentes que los de los insubordinados. La obediencia y la desobediencia, cuando son ciegas, al no admitir ni una brizna de juicio ni de sensata reflexión, quedan en veneno, en ceniza, en todo lo que aleja la luz e invita a que prosperen el miedo o la anarquía. Es hermosa la obediencia cuando es inteligente, cuando parte de la responsabilidad, fomenta el pensamiento crítico, admite el estatuto de la autoridad y fomenta el criterio propio. Qué felicidad entonces al saberse parte de un todo coherente, pieza de fuste en una trama en la que quien manda y quien obedece son, en el fondo, el mismo actor.

En memoria de A.R.

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